viernes, septiembre 18, 2009

Setenta años del “Winnipeg”

Chile es un país de poetas. Y no sólo porque cuenta con dos galardonados con el Premio Nobel, lo que de suyo es más bien excepcional para un país pequeño y lejano, sino por la variedad y universalidad de su poesía. Esto se debe a muchas herencias. Aunque los pueblos originarios no poseían un alfabeto, mantenían, y mantienen hasta hoy, una rica tradición oral. “Escribo, sí escribo porque es necesario hacerlo. Yo raíz de esta tierra lleno con palabras el legado de los antepasados”, nos dice más tarde Juan Marimán. Agreguemos a este legado ancestral el temprano aporte hispánico: a los primeros conquistadores, se había sumado el joven Alonso de Ercilla, que supo trasladar a una poesía épica de gran factura y en cuyo poema La Araucana desarrolló a lo largo de su vida parte de los episodios que le tocó vivir y conocer de la conquista y de la prolongada resistencia mapuche. Se produjo así no sólo la presencia de la espada y la cruz, sino también de la palabra poética, la que tal vez mejor estaba en condiciones de reconocer al distinto y ayudar a construir poco a poco nuevas señas de identidad que pudieran trascender la violencia inicial y abrir cauce, con el tiempo –y especialmente luego de la necesaria independencia–, a entendimientos cimentados en el mestizaje y en una historia diferente que se fue haciendo común.
El siglo XX, lo sabemos, superó los horrores hasta entonces conocidos en la historia, que no fueron pocos. Y si en los albores del siglo XX se encontraron una vez más Chile y España en la poesía –Huidobro, primero con las vanguardias, y Neruda, luego con la generación del 27–, el encuentro hubo de pasar con rapidez de la poesía (que incluyó no obstante las memorables páginas de España en el corazón, de Neruda, junto a los poemas imperecederos de César Vallejo) a la historia viva y sufriente. “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”. Con esta frase, Pablo Neruda resume en sus memorias sus sentimientos respecto a la tarea que como cónsul especial nombrado por el presidente Aguirre Cerda hizo posible la llegada de más de 2.000 españoles a Chile en un barco, y muchos otros por diversas vías, en busca de refugio y paz después de la Guerra Civil, en medio de los albores amenazantes de la Segunda Guerra Mundial. Que se borre la poesía si se quiere, diría nuestro poeta, pero no los poemas, que son historia viva y solidaridad humana concreta.
Para la República de Chile, es siempre un honor recordar que, por inspiración de un poeta y decisión de un presidente democrático, españoles y chilenos pudimos escribir juntos en un contexto muy difícil una página signada simplemente por la solidaridad hacia quienes sufrían el desamparo, como lo vivimos después los chilenos, más de tres decenios después, y nos encontramos con una mano extendida. Neruda recibió, para aminorar la crítica interna, la instrucción de acoger a españoles del exilio en Francia que contaran con oficios que pudieran aportar al desarrollo nacional, y escribió así su desafío: “El mar chileno me había pedido pescadores. Las minas me pedían ingenieros. Los campos, tractoristas. Los primeros motores diésel me habían encargado mecánicos de precisión. Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación”. También había entre nosotros, chilenos, en la prensa y el Parlamento, los portadores del prejuicio y de la inhumanidad, a los que Neruda y el presidente Aguirre Cerda lograron poner en su sitio para dar curso al espíritu de acogida que es ya sello imperecedero del mejor Chile.
Llegó así, un 3 de septiembre de 1939 –el día en que estallaba la Segunda Guerra Mundial–, el barco de la esperanza, el carguero Winnipeg, que había zarpado el 4 de agosto desde Trompeloup-Pauillac y que nunca había albergado más que algunas decenas de pasajeros, con cerca de 2.400 españoles de toda condición y proveniencia territorial para iniciar una nueva vida. La mayoría de ellos se estableció en esta patria de acogida, otros quisieron y pudieron retornar con el tiempo a la tierra que los vio nacer o bien más tarde algunos de sus descendientes volvieron a España, incluso algunos para vivir un segundo o tercer exilio, después del de Francia y el de Chile. Pero todos contribuyeron y siguen contribuyendo a engrandecer a Chile, desde Castedo y su colaboración historiográfica con Encina, hasta Aguadé y sus emprendimientos y el impulso a la actividad editorial chilena, pasando por Balmes y Bru y su aporte a nuestra plástica, siguiendo con los hermanos Pey y su labor en la construcción de muchos de nuestros puertos, y así tantos y tantos que se insertaron creadoramente en las más diversas actividades, como unos nuevos chilenos que nunca dejaron de representar, eso sí, a mucho de lo mejor de España.
Setenta exactos años después, la presidenta Bachelet recibió el 3 de septiembre en La Moneda a sobrevivientes y descendientes para expresarles lo que cabe: el agradecimiento de la nación chilena al aporte de los españoles del Winnipeg.

Gonzalo Martner
Público

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